Entreno hace más de veinte años. No desde un lugar profesional, sino desde una constancia que convive con el ritmo de la vida cotidiana: trabajo, familia, horarios ajustados y días que empiezan antes que amanezca. En ese marco, el deporte siempre fue mi espacio privado. Un lugar para ordenar la cabeza, sostener hábitos y encontrar energía en medio de la rutina. Con el tiempo, esa búsqueda me llevó a querer enfrentar desafíos nuevos.
Cuando apareció la posibilidad de correr El Cruce, sabía que estaba entrando en un terreno completamente distinto. Venía del running en asfalto, donde el ritmo es más estable; el trail te exige otra lectura del cuerpo y del entorno. Cien kilómetros en tres etapas, más de 4000 metros de desnivel positivo, noches de carpa y clima que cambia en minutos. Fueron once meses de preparación para aprender a regular, cuidar la energía en las subidas, administrar las bajadas largas y respetar los tiempos que impone la montaña. Compartir ese proceso con un amigo le dio otra dimensión al desafío. Una vez en carrera, la intensidad fue constante. La fatiga muscular era altísima, pero la emoción de estar ahí era aún mayor. En una experiencia de autosuficiencia y etapas, entendés rápido que el combustible que le das al cuerpo no es negociable.
Para poder cruzar la meta, diseñé una estrategia de nutrición completa, entendiendo que mi cuerpo iba a trabajar bajo estrés constante y que ninguna fuente aislada de energía iba a alcanzar. Durante las más de cinco horas diarias de carrera, el plan fue claro: geles para energía inmediata, polvos de carbohidratos en los flask para sostener el ritmo, sales para prevenir calambres y deshidratación, y barras de carbohidratos integradas a la rotación desde el inicio. En la montaña —con altura, viento y fatiga acumulada— el cuerpo empieza a pedir algo más sustancial. Ahí las barras tomaron protagonismo dentro del plan: aportaban saciedad y calmaban el hambre real sin caer pesadas, complementando muy bien la energía rápida de los geles y permitiéndome seguir avanzando. La recuperación más profunda llegaba después, en el campamento, con comida real y abundante para recargar glucógeno y preparar el cuerpo para el día siguiente. Esa combinación entre suplementación técnica y alimentación tradicional fue lo que nos permitió amanecer enteros cada mañana.
Cruzar la meta final fue una mezcla de alivio y alegría. Pero, más allá de la medalla, me quedo con la confirmación de que se puede: se puede sostener una vida exigente, estar presente en casa y, aun así, hacer lugar para un desafío grande. No hace falta ser un superhumano; hace falta constancia y una estrategia que cuide la salud interna para rendir cuando el terreno se vuelve más difícil. Ese aprendizaje —que el rendimiento empieza mucho antes del entrenamiento— también fue parte del origen de Propel Greens, mi emprendimiento: un suplemento con más de 40 ingredientes entre vegetales, adaptógenos y micronutrientes. Una forma de fortalecer la base para sostener una vida activa dentro y fuera del deporte. Y si algo me dejó El Cruce es eso: el cuerpo responde cuando lo acompañamos bien. La constancia no es un acto aislado, sino la suma de decisiones que nos permiten seguir cada día.